

La casa Por Joaquín Moreno Aguilar
—Sí, señor. Le felicito. Ha hecho una gran adquisición…
—Así espero.
El corredor de bienes raíces probaba unas llaves grandes en la puerta de entrada, una puerta de madera con tallados más bien toscos, de flores. Al abrirse sonó como si se rompiera el tiempo.
Entraron a un zaguán.
—Espere, señor, fíjese en el piso. Auténtico, como eran estos zaguanes viejos como eran estas casas. No sabe la pena que siento cuando veo como a alguna de estas entradas les hacen tiendas o les ponen unas horribles baldosas.
Pisaban pequeñas piedras redondas y grises, semienterradas. Y entre las piedras había filas de huesos amarillos.
—Sí, me gusta esta entrada.
Al final del zaguán estaba un patio cuadrado con una tronera de piedra en el centro. Por allí debieron escaparse las lluvias antiguas.
La grada era ancha con peldaños cómodos y desgastados.
—Fíjese en este detalle tan bonito —le dijo señalando un cuadro pintado en la pared: una niña con un canasto de flores— Fíjese cómo la niña con la canasta le mira directamente a los ojos y le sigue hasta que usted entre a algún cuarto.
—Mmmm. Cierto —respondió mientras sentía que la fría mirada de la niña le sonreía.
—Hay más pinturas, señor; es uno de los valores de esta mansión. Ya le dije que no compraba sólo unas paredes y un techo. Compraba historia y no me entienda mal, compraba misterio.
— ¿Misterio?
—Sí. ¿No ha sentido al entrar algún roce, alguna sensación medio desmayada, un susurro?
—No. La verdad, no.
—Tiene suerte. Yo siempre huelo el misterio cuando entro en una de estas casas que no se han abierto en mucho tiempo. Esta ha estado cerrada por cincuenta años.
— ¿Cincuenta años? Y eso, ¿por qué?
—Porque doña Perpetua, su última propietaria hizo constar en su testamento que no se vendiese hasta pasado medio siglo de su entierro…
— ¡Caray…!
— ¡No creo que quisiera ocultar nada, sino que toda la familia era medio rara! Dicen que después del entierro de cada uno de ellos cerraban su cuarto, con todo lo que había adentro y no volvían a abrirlo, casi como enterrando también todas las propiedades más cercanas del difunto. Usted va a abrir habitaciones y las verá como estuvieron hace más de 50 años, seguramente con la cama tendida, con las imágenes de la Virgen y de los santos sobre la cómoda, la ropa en los armarios, el rosario sobre el velador…
—Por lo que me dice, parece que usted sí las hubiera visto…
—Es que así era los cuartos en esos años: poco iluminados, con tumbados altos… Bueno, esta es la sala.
Cuando abrió la puerta de una habitación grande sintieron cómo se rompía una penumbra vieja y pesada.
—Espere le abro las puertas de las ventanas para que pueda ver la lotería que ha comprado, señor.
Cada ventana que se abría empujaba la oscuridad hacia afuera, los muebles despertaban…
—Casi diría que oigo las risas del pasado. ¿Usted también las oye, señor?
—No. No oigo nada…
—Pero si es casi como si rebotaran en ese espejo grande….
Los muebles de esterilla estaban intactos, sin una rotura. Sillas, bancas, mecedoras. En una de las paredes, una mesa taraceada… La lámpara que colgaba del tumbado tenía lágrimas de cristal de roca.
— ¡Cuánta vida debió vibrar aquí, bailes, compromisos, visitas…! ¡Solo en los muebles de esta sala tiene una fortuna, mi señor! Agradézcame que le hice comprar.
—Cierto. Los muebles no están nada mal y están bien conservados.
—Venga, pase a este otro cuarto. Vea.
Era una habitación más pequeña. En medio de la penumbra se podían ver las teclas negras y blancas de un piano.
Sin pensar accionó un interruptor y se encendieron algunos de los focos de una araña más pequeña.
— ¡Qué suerte tiene usted, mi señor, si hasta funciona la luz!
— Y ¿cómo así no le habrán cortado hace años, por falta de pago?
—Ya le dije, señor. Misterio. Misterio.
En el atril sobre el piano abierto había la partitura de una polca.
Juan se sentó en el taburete y dijo:
—Algo sé de música. Voy a ver si está afinado…
— ¡No! ¡No! ¡No, por favor! —dijo el corredor de bienes con el rostro pálido.
— ¿Por qué no? Ya es mío…
— ¡Sí! ¡Pero podría despertarles…!
— ¿A quién…?
—A ellos, señor, a Elías y a sus hermanas, a Camila, a Roberta, a Perpetua… Más bien vea estos libros tan lindos…
Le mostraba un mueble con puertas de madera y vidrio lleno de libros.
Juan tomó uno. Leyó su título:
—“El amo del mundo”. Humm. Creo que éste, era un libro medio prohibido en esos años.
—No sé. No lo leí nunca.
—Yo tampoco —respondió Juan. —Sigamos.
Salieron a un corredor ancho que daba a un patio central. En sus rostros sentían un viento suave y viejo.
— ¿Y estos cuartos…?
—Dejémoslos para el final. Vamos primero al comedor a que aprecie la vajilla.
—Es como si usted ya supiera lo que vamos a ver…
—Claro que sí, señor. No hace falta ser brujo: era una familia rica y las familias ricas tenían cubiertos de plata y vajillas finas.
Juan se apoyó en un pasamano y miró hacia abajo. El patio estaba rodeado de corredores amplios, y se veían las puertas de varias habitaciones.
— ¿Y qué habrá en esos cuartos de abajo? — preguntó.
—No sé. Creo que servían como bodegas.
— ¿Bodegas? ¿Para guardar qué?
—No sé. Muebles viejos. Ilusiones. Sueños…
—No se haga el poeta. Muéstreme el comedor.
Pasaron a otro corredor más delgado que rodeaba otro patio.
—Como usted habrá oído o conocido, señor, estas casas tenían patio, traspatio y huerta.
—Sí,
Al final del corredor del traspatio estaba el comedor, con un esqueleto de vidrios de colores.
—Bien dicho, señor, a estas paredes llenas de vidrios pequeños les llamaban esqueletos…
—Yo no he dicho nada…
Había una mesa larga de madera con sillas talladas y sillones en las cabeceras. Había en el ambiente recuerdos de ruidos y sabores. Sonidos de cubiertos, de voces preocupadas, olores antiguos, sabores preparados con esmero… Una de las paredes estaba totalmente pintada con las figuras de unas niñas en un picnic.
—Adecuada la pintura, ¿verdad? —dijo el corredor mientras abría las puertas de una alacena empotrada en la pared.
La vajilla era alegre, azul y blanca. En unos cajones inferiores dormían los cubiertos de plata.
—Más y más premios para usted, señor.
Juan sonreía.
—Y eso que aún no me muestra esas habitaciones que dice que se cerraban cuando morían sus dueños. Usted que todo lo sabe ¿Cree que habrá joyas?
—Seguro, señor.
—Bueno. ¿Por cuál empezamos?
—De esas yo no tengo las llaves…
— ¿Y cómo voy a abrirlas? No quiero romper las cerraduras. Todo es tan auténtico…
—Tendrá que buscarlas, señor. Dicen que cuando doña Perpetua, iba al hospital, ya sabía que no regresaría y las escondió, como jugando con quien algún día sería el propietario, en este caso, con usted, señor.
Estaban en un corredor oscuro que unía al patio con el traspatio. Había puertas a ambos lados. Una de las habitaciones tenía una ventana que estaba con las puertas de madera medio abiertas.
Juan apegó su cabeza a los vidrios en un intento por ver en su interior.
—No se ve nada. ¿De quién sería esta habitación? —preguntó mientras se volvía.
Las llaves que habían estado usando estaban caídas en el suelo. El corredor de bienes raíces ya no estaba allí.
Juan sólo oyó su voz que llegaba débil y tranquila después de atravesar las paredes gruesas:
—Ese era el cuarto de Camila, señor. Este donde yo estoy, era el mío.