Traslación Por: Sonia Criollo Chiriboga
… Y entonces, Leticia estaba ahí, parada frente al espejo, mirándose, estupefacta, sin comprender si lo que había acabado de experimentar, fue o no real, si se trataba de un sueño o la máxima expresión de su imaginación, producto de tantos días apartada de todo; o de su implacable insomnio. Sus pupilas completamente dilatadas observaban su reflejo: un joven y ovalado rostro, ojos y nariz pequeña, cabello obscuro y mojado… vestida con una franela gris, jeans desgastados y tenis negros, toda su ropa mojada. Suspiró y tragó saliva.
Lentamente volteó y observó por la ventana de su habitación; todo estaba igual afuera: el sonido de uno que otro auto, perros ladrando, la calle vacía y las ramas del viejo árbol de eucalipto agitándose, nerviosas, en el viento. Sin moverse aún, Leticia contempló su habitación: su cama, su velador, su lámpara, su piano, su computador y su teléfono celular… todo, todo en su lugar.
Pero, ¿qué es lo que acababa de suceder? Su cuerpo, físicamente estaba ahí, podía ver sus manos ligeramente temblando, sus dedos, su piel fresca y sus uñas en tono violeta… su cuerpo frío y mojado y, aun así, todavía podía sentir en todo su ser, el calor de un fogón encendido, el aroma de una sopa cocinándose en una olla de barro, podía ver incluso la textura del líquido mientras sus propias manos lo removían.
No sabía de qué se trataba, pero fue un momento en el que pensó que un sueño podía ser más real que la vida.
¡Mamá, mamá! – Leticia escuchaba a viva voz y en retrospectiva, cómo unos infantes la llamaban. Ese extraño suceso se confundía con su realidad, las voces se repetían en su mente y por momentos creía que ciertamente los pequeños correteaban por ahí, muy cerca de ella. Todo era confuso, ella no era madre de nadie, tenía 17 años. Mas la sensación estaba ahí, fresca y viva.
Aún de pie, frente al espejo se recordaba en ese sueño, con un largo vestido que ondeaba mientras ella caminaba presumida con una colorida chalina; podía ver su cabello castaño y crespo envuelto en una larga trenza… y su piel, blanca, muy blanca, mejillas pecosas y labios rosados. Así se recordaba, así se miraba.
La casa en donde se encontraba era un lugar enorme que olía a adobe, podía ver esa arrugada y tosca forma en las altas y gruesas paredes, mientras caminaba hacia un gran patio central decorado por variadas flores, todo perfectamente fusionado en un jardín que, sin dudarlo, lo sentía tan propio, nada ajeno, al igual que cada lugar en esa casa.
Caminaba por un corredor que la llevaba a una amplia huerta, atrás, donde estaban los niños que la llamaban mientras alborotados, saltaban de un lado a otro entre una suave llovizna.
-Nadie me creerá- pensaba Leticia mientras volvía a mirarse en el espejo, aún impávida.
Remembraba la huerta, con un esplendoroso color verde que la envolvía, podía mirar varios árboles frutales y en medio, el más grande de todos, un árbol de eucalipto que tenía largas ramas agitándose, nerviosas en el viento. Se miraba acercándose a él, tocándolo, mientras la corteza, mezclándose con una tibia llovizna, se impregnaba entre sus dedos.
-¡Mamá, el ferrocarril, el ferrocarril!- gritaban los niños mientras señalaban al majestuoso tren que pasaba a lo lejos, segundo a segundo, respiro a respiro, como si el tiempo se detuviera, como si transitara en cámara lenta.
¡Es una locura! – pensaba Leticia-. Pero el recuerdo fresco del sonido del ferrocarril, la sensación de la corteza del árbol y el llamado de los niños, de súbito, la hicieron recordar: -¡Laura, yo me llamaba Laura! Esa vieja casa, el jardín, el patio, el adobe y los niños, mis niños…
Leticia cerró sus ojos y sintió su cuerpo caer en el vacío, en la nada llena de todo, en un espacio tranquilo, líquido y cálido. Después de un momento, como en un destello, como un susurro, a lo lejos, escuchó una voz que, cada vez más nítida la llamaba: – ¡Laura, Laura, despierta Laura!
En sus frías mejillas sintió las cálidas manos de un hombre, abrió sus ojos y lo miró mientras él la seguía llamando; era un simpático hombre que llevaba sombrero, camisa y pantalón de tela.
Entre la lluvia, Laura lo miró sin poder distinguirlo, trató de incorporarse sin entender aun lo que sucedía. Lo miró otra vez, un poco más de cerca y entonces pudo reconocerlo: ese hombre era Ricardo, su esposo.
Mientras la cubría, Ricardo la sujetaba y la llevaba. Laura miraba a sus hijos correr junto a ella hacia la casa, más confundida aún; su largo vestido y su chalina empapados y, a lo lejos, los rieles del ferrocarril y las ramas del viejo árbol, enredándose con el viento.
Caminaron por el pasillo y subieron las escaleras que los dirigía a su habitación, aquellas escaleras que recordaba haber transitado tantas veces. Laura aún trataba de sincronizar sus pensamientos y sus recuerdos.
Cada paso que daba la hacía regresar, cada respiro le daba algo de sentido al sinsentido.
Al ingresar en la alcoba, mojada de la cabeza a los pies, miró con detenimiento cómo todo estaba en su lugar: su lecho matrimonial, su sillón de descanso, su peinadora de madera, su piano, su armario… todo en su lugar.
Mientras su esposo pedía a los niños que salieran de la habitación para que Laura descansara, ella divisó un gran y llamativo espejo al fondo… se acercó a él.
…Y entonces ahí estaba Laura, parada frente al espejo, mirándose, estupefacta, sin comprender si lo que había acabado de experimentar, fue o no real, si se trataba de un sueño o la máxima expresión de su imaginación. Sus pupilas completamente dilatadas, observaban el reflejo: su rostro, su cabello y toda su ropa mojados. Suspiró y tragó saliva.
Publicado en “Salud a la Esponja” Nro9: La Chamisa (versión digital). Editado por la Casa de la Cultura Núcleo del Azuay. Cuenca, Ecuador, 2021.
Fernanda
¡Wow! Todavía estoy perpleja. 👏🏽👏🏽👏🏽👏🏽👏🏽
Mercedes
Querida Sonia, gracias por compartir tus letras, me encantó tu relato, cargado de diferentes emociones que definitivamente me transportaron.