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No pasó nada Por: Marián Abella

No pasó nada Por: Marián Abella

 

Fue lo mejor. Que no pasara nada. De esa manera no hay
arrepentimiento, ni la vulgaridad del contacto carnal, que quizá tiene
algo de grosero, nada comparado con la suavidad de las miradas y de
las despedidas a tiempo, que mañana será otro día y despertar solo,
sin más compañía que la de la almohada y los pensamientos te deja
con tu libertad y conciencia intactas. Por eso me alegro tanto cada vez
que vienes a verme, porque no pasó nada de lo que siempre se malicia
y seguro que por eso seguimos juntos, que no sé muy bien si es mi
cerebro el que te recrea, o vienes tú de verdad en una especie de viaje
astral, o no astral, simplemente te acomodas en mi sueño, para
charlar, que ya no para mirarme, querido, me conociste con
diecinueve años y tengo sesenta y uno; pero sí para hablar, porque
nuestra historia es de palabras, tengo la suerte de disfrutar y aprender
de ti. Eres mi interlocutor: atento, inteligente y cariñoso. En aquel
pasado en el que pudo ocurrir lo que no fue, que no fue de milagro,
siempre se me hacían cortas nuestras charlas, tiempo robado y escaso
y muchas interrupciones, nunca supe qué viste en mí, tan mema,
torpe y bisoña, con una madurez de doce años a lo sumo; pero así
todo, querías estar conmigo. Te aseguro que recuerdo todos los días,
hiciste que fuera más inteligente, más sabia, fuiste el primero que me
abrazó como un hombre abraza a una mujer, yo supe que aquel abrazo
era distinto y a partir de ese momento me esperaba pisar verdín; ese
verdín de las rocas, tan resbaladizo que te hace caer, (que palabra tan
ridícula y pasada de moda para lo que quiero decir), y si no caí, no
caímos como caían los protagonistas de los folletines románticos, sí
me enamoré. No me di cuenta al principio, y quizá tú esperabas que
me entregara con el tiempo; tuviste mucha paciencia, ¿recuerdas que
casi salto de un taxi?; bueno, no tanto, pero me bajé en uno de los
semáforos antes de llegar a la Glorieta de Embajadores, no quería que
me vieran llegar contigo, y corrí hacia mi casa, ¡qué susto! cuando en
la acera junto al portal me encuentro con mi abuelito y tú apareces
detrás, en el taxi, y me dices: “mañana a las 10”. Menos mal que el
abuelito no se dio cuenta. ¿Qué hubiera pensado de saber que me veía
con un hombre casado? Porque eso era lo que pasaba: estabas casado,
aunque el abuelito no lo hubiera sabido pues no lo llevabas escrito en
la frente, aunque a mí me pareciera que sí.
Uno de tantos recuerdos: me esperabas en la boca de metro de Callao:
ahí estás, y ¡cómo te alegraste al verme! y eso que yo debía de estar
horrorosa: ¡me había cortado el pelo yo misma! Era septiembre;
veinte grados indicaba un termómetro de La Gran Vía, y me fijé en él
y desde entonces todas las temperaturas de todos los termómetros las
comparo con aquellos veinte grados, la temperatura de aquel día allí
en la boca de metro, junto a una cafetería americana que ya no existe;
en la puerta había una cigarrera que vendía tabaco de contrabando,
las cajetillas que tenían la banda azul eran las americanas, aquellos
paquetes blandos de “Winston”, dos paquetes le compramos riendo y
seguimos hasta la Casa del Libro: Khalil Gibran, y después hasta el
Paseo del Prado y luego hasta Neptuno. Una terraza, sonaba “La
distancia” y “Alfonsina y el mar”, otro paseo y a cenar prontito: “como
la Cenicienta tienes que estar en casa, pero no a las doce, sino a las
diez”
No vengas más, decía yo. Por favor no me llames más. Y luego era yo
la que te llamaba, ¡qué locura! aquel veinte de septiembre, no estabas
en la oficina de La Coruña, pero tu secretaria me dio el teléfono de
Vigo. Te dije: ¡ven!, y creo que enloqueciste. Había huelga en Iberia y
viniste en coche a Madrid. Tuve que irme de mi casa porque en tu viaje
me llamabas cada dos horas, yo pensaba que todo el mundo conocía
mi secreto. Poco tiempo y muchos recuerdos. Ya era maestra en
Vallecas y me ibas a buscar al colegio con ramos de rosas. Yo no te
decía que te amaba, pero tú lo sabías. Y, ¿sabes cuándo pensé que tú
me amabas también? ¿Lo recuerdas? Verás: habían estrenado Blade
Runner y yo la había ido a ver, fíjate que no recuerdo si en el Avenida
o en el Palacio de la Música. Ahora es una película de culto, pero
entonces no tuvo buenas críticas, no gustaba, yo te la empecé a contar
porque a mí me había maravillado: los replicantes, cada vez se
parecían más a los humanos, les implantaban recuerdos, eran
esclavos, morían, todos morimos…”pero ¿quién vive?”; y cuando
terminé me miraste fijamente y dijiste: “cuéntamela otra vez”;
entonces supe que todo era verdín para mí y también para ti.
Durante casi un año no supimos el uno del otro hasta que un día fui a
La Coruña, y desde el hotel Atlántico corrí y corrí hasta tu estudio,
cerca de la playa de Riazor. Llegué a entrar en el portal y entonces
supe que habías muerto. Nadie entonces me lo dijo, pero fue una
certeza absoluta, como cuando nadie me abrió la puerta de la casa de
mi profesora de piano y supe que nunca volvería allí. “He llorado
mucho”, así termina la Graziela de Lamartine.
Regresa otra noche y todas las noches, amor mío. ¡Tenemos tanto que
contarnos!

Santander, 21 de noviembre de 2018

Comments: 4

  • Sofia Luzuriaga

    julio 5, 2024

    Lo he vuelto a leer y me vuelve a sorprender cada detalle

  • Mercedes

    mayo 25, 2024

    Gracias querida Marián por compartir este hermoso relato, nos presentas tanta dulzura en cada línea, logras que las emociones lleguen y se instalen al leerte. Lo he disfrutado mucho.

  • Encarni

    mayo 5, 2024

    La sensibilidad y dulzura que desprenden los relatos de Marián siempre me trasladan a esos lugares que plasma con tanta sabiduría. Es una gran escritora. No dejen de disfrutar de su relato.

  • Sofia Luzuriaga

    abril 27, 2024

    Bello

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