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Helena Por: Joaquín Moreno Aguilar

Helena Por: Joaquín Moreno Aguilar

En las siete colinas comenzaban a aparecer unas poquitas casas, muy humildes, de gente trabajadora y esforzada. Solo después de siglos estas sencillas viviendas se habrían transformado en palacios, baños y circos para mostrar al mundo el poder y la magnificencia de Roma.

La que ahora buscaba era una casa pequeñita, casi una cueva, a la que se llegaba por un camino lodoso.

Delante de ella, sentada en un banco de madera tosca, con la espalda apoyada contra la pared de barro, estaba una anciana, muy anciana, que mostraba en su actitud tranquila, que no sentía ninguna clase de recelo ante la visita que llegaba.

— ¿Puedo pasar? —dijo y al instante notó que la frase no tenía sentido. ¿Pasar, a dónde?

La anciana solo sonrió con benevolencia. La recién llegada preguntó casi susurrando:

—Disculpe, ¿es usted Helena?


—Sí —respondió tranquilamente la anciana.

—Quiero decir, Helena…la Helena de Troya…—insistió, con la duda filtrándose a través de sus palabras.

El rostro de la anciana, y su mirada sobre todo, algo mostraban de un pasado de hermosura. Pero ¿había sido esa anciana la mujer más bella de su época? ¿Con una belleza tan fuerte como para provocar una guerra y la desaparición de una ciudad?

—Si usted quiere llamarme así…—sonrió nuevamente la anciana¿Quiere un poco de agua? La noto cansada.

—Sí. Muchas gracias. ¿Puedo sentarme?

— ¡Claro, jovencita, claro! Siéntese. Descanse.

Se sentó en el único banco y miró como Helena tomaba de un ánfora un poco de agua y se la ofrecía en un cuenco de barro, con una mano sin temblores.

Se sirvió un bocado. El agua era clara y fresca.

—Me decía que usted era…

La Helena de Troya. Sí. Así se dieron en llamarme después de… usted ya sabe. Antes era simplemente Helena y me gustaba más. Créame. Era una mujer como cualquier otra. Como usted.

—Gracias, pero no lo creo… su belleza… su rapto… la beldad de su marido, perdón, de Paris… la protección de los dioses… sus ancestros…

— ¡Leyendas, niñita! Las leyendas siempre deforman la realidad. La visten de tantos adornos que si una persona se vistiera así para una fiesta, se vería ridícula, llena de pliegues, ecos, encajes, adornos… Pero, dígame. ¿A qué ha venido? Porque no creo que se haya tomado la molestia de buscarme y de hallarme, que no es fácil, para nada…

—Verá, es que yo quisiera que usted me cuente…

— ¡Ah! ¿Mi verdadera historia? ¿La verdadera historia de Troya y todo eso…?

—Si es posible…

—Claro. Pero solo le pido que no cambie ni mis palabras ni los hechos que le voy a contar. No los adorne ni los deforme… ¿Me promete…?

— ¡Le prometo, señora!


—Llámeme solo Helena. Soy solo Helena… —Bueno… Helena…

—Como suelen decir, hay que comenzar por el principio. ¿Fui tan linda como dicen? No sé. No creo que yo pueda responderle a eso. Que fui linda, es cierto. Pero, ¿qué joven no lo es? Mi mamá tenía una frase: “la belleza de la juventud, hijita”. Y si usted se fija verá que es cierto. La belleza es joven y se marchita pronto… más en tiempos de guerras.

Su mirada recorrió las colinas como tratando de encontrar algo en ellas.

— ¿Fui “muy” linda”? No sé. Es cierto que desde niña los mayores alababan mis ojos y las niñas de mi edad, con las que jugaba en la calles, a veces me decían que era creída. Pero yo no me sentía así. Yo solo era una niña más, quería jugar como todas y jugaba con todas.

— ¿Qué jugaban?

—Saltábamos; nos perseguíamos; nos escondíamos. Peleábamos también. Ya sabe, sacadas de lengua, caras feas, agarradas de pelo… pero no teníamos rencores. Pronto nos pasaba y seguíamos jugando. Nos caíamos, llorábamos y unas manos gorditas trataban de calmar con sus caricias el dolor de las pequeñas heridas…

— ¿Y… Paris…?

— ¡Espere! ¡Espere! No se adelante. Recuerde que antes del “rapto” y de Troya y de todo eso, me casé con Menelao…

—Discúlpeme,… Helena,… pero si es que es que quiere contar todo, a lo mejor podríamos comenzar por su padre…

— ¡Ah! ¡Ya! Me quiere preguntar si fui hijita de Zeus y nací de un huevo y todo eso… Nací como nacemos todos, con el dolor y la alegría de nuestras madres. Lo otro, el huevo, el cisne, Zeus… palabras, mentiras. Tenían que decir que yo era especial para justicar tanto odio y tanta muerte.

— ¡Pero fue hija de reyes…!

—Sí. De un rey de la época. No deje que la palabra “rey” le traiga a su imaginación palacios, tronos, coronas, jardines…Tenían más tierras… una casa un poco mejor y más grande. Lo que les diferenciaba a él y a los otros reyes de las demás personas era el poder. ¡El bendito o maldito poder…!

— ¿Bendito o maldito? ¿Cómo debo entender eso…?

—Como le digo: bien usado es una maravilla. Pero cuando el que lo tiene lo usa para satisfacer sus pasiones… ¡Ay, hija…! Parece que el poder deforma la vista. Empiezan a ver los hechos de manera diferente que los demás. Creo que hasta les ciega: no ven el sufrimiento que causan… ¡Ay, hija…! ¡El poder…!

—Quería contarme de su matrimonio…

— Cierto. Usted sabe que me casé con Menelao. Habrá oído que tuve muchos pretendientes. Tal vez… Más bien creo que buscaban mi herencia; a mí también, claro… era joven… bonita…

¿Por qué escogió a Menelao?

—Yo no lo escogí. Lo escogió mi padre. Menelao era el más poderoso después de Agamenón, pero como él ya estaba casado con mi hermana Clitemnestra… quedaba Menelao. El poder, una vez más, hija…

— ¿Y eso de que los pretendientes iban a pelearse; de que Ulises les hizo prometer…?

Un poquito de verdad, sí hay. Claro que estaban dispuestos a arriesgarse un poco para conseguir mi mano, pero… Lo de la promesa o juramento, no sé cómo decirle. Creo que, más bien, es una especie de pacto implícito entre los hombres: Ellos sí pueden meterse con cualquiera. Nosotras, las mujeres… No solo ser honestas. También parecer honestas. Si no…

— ¿Amó a Menelao?

Calló por unos momentos. Se veía que pensaba la respuesta. ¿Fue una pregunta impertinente? Comenzó a hablar lentamente.

¿Fue Menelao mi primer amor? No sé. Casi no puedo decir que sepa realmente qué es el amor. Tal vez lo que sentí por un pastor con el que conversaba cuando era todavía una niña y podía pasearme sola. A veces lo encontraba y nos sentábamos a conversar de cosas sin importancia. Me sentía tranquila, pero nerviosa; contenta, pero medio triste; esperanzada, pero… No sé… ¡Es tan difícil recordar y dar nombre a esos sentimientos que eran en su momento tan claros…!

¿Quiso a ese pastor…?

— ¡No sé! ¡Con él me sentía bien! Si eso es quererlo… Porque no hubo nada más que miraditas, sonrisas cuando jugábamos con sus perros, sentir su mano en la mía cuando me ayudaba a levantarme…

— ¿Y cree que él la quiso?

—Tampoco lo sé. Usted sabe que hay unos años en nuestras vidas en que los hombres se apasionan por cualquier cosa que tenga forma femenina y nosotras, las jovencitas mejor, creemos que cualquier varón que nos vea con ojitos de admiración, aunque sea bien feo, será el ser más bello que ha existido y que existirá. ¿Usted debe haber sentido eso, no?

—Bueno… sí…

— ¡Tranquila! ¡Tranquila! Usted es la que pregunta, no yo. Usted tiene derecho a guardar sus secretos. Todas deberíamos poder guardar nuestros sentimientos íntimos. ¡No cree…?

— ¡Claro…!

—Oigo que ahora son mucho más abiertas, que no tienen problema en conversar con los hombres, besarse, tener relaciones… y desde muy jovencitas… ¿Es cierto…?

—Sí. Bueno, pero no todas…

— ¡Pero, mijita! ¿Y en dónde dejan al amor? Porque es claro, en mi tiempo o en el suyo, que una cosa es el amor y muy otra la pasión y el gustito o el gustote del sexo…

—Pero,… usted como que me decía que no sabía lo que es el amor…

—Cierto… El amor… Creo que ya hablaremos de eso…


Perdone que sea medio necia y que insista: ¿Quiso a Menelao?

—Buena pregunta. Difícil respuesta. Creo que nunca he podido responderla. ¿Le quise? No sé. No era feo, ciertamente. Tampoco una belleza. Era joven, fuerte; se creía importante; era orgulloso. Cuando me casé con él no conocía el sexo. No me entienda mal, de saber, sabía, pero me casé virgen. Las primeras veces las relaciones no fueron una maravilla. Después sí. Me gustaron. Gozábamos. Mi matrimonio no hubiera estado mal si no hubiera comenzado a volverse un bruto. … ¿Habría sido diferente si me hubiese casado con ese pastor que le dije…? ¿Cómo habría sido mi vida? No sé y creo que no tiene sentido preguntármelo.

¿Discúlpeme, pero … dijo que Menelao comenzó a volverse bruto?

— Sí, como tantos… Pero él era un guerrero; era fuerte; tenía que manejar espadas y escudos y llevar armaduras, arrojar lanzas, atacar, defenderse, pegar, herir… ¡Ay, niña! ¡Lo que sirve para la guerra no debería usarse en casa…!

— ¿Debo entender que le pegaba…?

— ¡Y con qué fuerza…!

Las dos mujeres callaron. La una asombrada por lo que acababa de conocer. La otra, seguramente, recordando momentos de lágrimas.

Si prefiere, no hablamos de ello…


— ¡No te preocupes! ¡Ha pasado tanto tiempo! Eran dolores físicos, torturantes,

sí. Pero peores fueron los sufrimientos que vinieron después…

—De todas maneras…

Los ojos de la anciana enfocaban algo en el infinito. Seguramente escenas de su pasado.

—Al comienzo me golpeaba, aunque suene irónico, medio con respeto. O no sé si era miedo a una reacción de mis familiares. O a deformarme, tal vez. Pero la violencia es una pronunciada cuesta abajo: no se detiene, crece. ¡Qué animal se volvió…! Se transformaba de improviso… sin motivo… A veces ni bien regresaba a la casa yo pagaba algún disgusto que él había tenido… A veces el pretexto era la comida… o el vestido… o que el día estaba frío… o sin causa… no importaba. Desaparecía el esposo, el ser humano, y aparecía la bestia…

Calló.

La anciana volvió a mirarla. En sus ojos no había lágrimas. Tan solo una mirada de una profundidad inmensa.

—Si sobreviví fue porque era joven y fuerte… como lo éramos todos. Todos éramos sobrevivientes. Solo algunos sobrevivíamos a tantas enfermedades que había. Un niño que tosía; la tos que comenzaba a crecer y crecer para después hacerse cada vez más chiquita hasta callar para siempre en los brazos de su madre… Una diarrea se llevaba una vida… Granitos que aparecían en el cuerpo y que mataban… Éramos sobrevivientes… ¡He sobrevivido a tantas cosas…! ¿Por qué? ¿Para qué?

El silencio fue esta vez más largo. Las arrugas de su rostro adquirían significado. Casi eran un texto que narraba sufrimientos.

—Créame, lo peor era la falta de esperanza. No ver escapatoria. ¿Cómo podía huir? ¿A dónde? Nadie quería ayudarme. Veían mis penas y oían mi llanto y miraban para otro lado… se alejaban… ojos que no ven… oídos que no escuchan… Yo no tenía a dónde ver, no tenía ningún lugar para alejarme. Solo sentir dolor… solo esperar que llegase el siguiente dolor…Y entonces, apareció Paris…

— ¿El hermoso Paris…?

—No era feo. ¡Pero eso de que era bellísimo…! Era un joven que había oído que yo era muy hermosa y que quería conocerme. ¡Si supieras cómo me conoció…!

— ¿Cómo…?

—Estaba sentada mirando volar a los pájaros. Sin pensar en nada. No lloraba. Mis sufrimientos no eran de los que se alivian con el llanto. Sólo sentía un vacío inmenso, vacía de ilusiones, vacía de esperanzas, cuando de pronto un joven se me acerca y me pregunta que en dónde podía encontrar a Helena, la esposa del rey Menelao. Aquí, le dije y vi en su rostro la sorpresa. Pero, usted… me dijo. Creo que se asustó al ver mi rostro. Yo tenía los dos ojos casi cerrados por los últimos golpes… unos inmensos círculos morados… el pelo descuidado y sucio… claro que mi ropa mostraba que no era una mendiga golpeada. Pero, usted es… repitió. Sí, yo soy, repetí… Me preguntó si me había caído y si podía ayudarme. Le respondí que no me había caído y que no podía ayudarme y me levanté para iniciar el regreso hacia mi hogar, hacia mi infierno. Él calló. No podía decir nada…

— ¿Es cierto que cuando llegó Paris Menelao no estaba en Esparta? —Sí. Había salido a… no sé dónde… como ya no conversábamos…

Un nuevo silencio breve.

¿Usted estaba sola, entonces…?

—Según supe después, Paris había comenzado a averiguar acerca de mí. Que si podía ser cierto que una joven con unos ojos morados de susto podía ser la reina… que si… Rápidamente supo lo que todos sabían: que sí, que no era infrecuente ver a la reina golpeada. Más bien, que era cada vez más frecuente verla así. Que pobrecita… Que no había nada que hacer… Que al fin y al cabo Menelao era rey y era su esposo… Que quizá un día de estos no la mate…

— ¿Y…?

—Nunca supe cómo hizo para lograr entrar donde yo estaba para decirme sin más preámbulos que sabía lo que era mi vida y que preveía lo que podía ser mi muerte; que él me ofrecía su barco para escapar y que prometía respetarme. Fue una resolución impensada. Le dije que sí, pero que tenía que ser ya, si era posible ese mismo día, antes de que regresase mi esposo. Esparta era una ciudad pequeña en la que las novedades se conocían y lo único que sabía de ese joven es que era alguien medio importante venido de una ciudad llamada Troya. Pero no me movía el que fuera importante o no. Solo me impulsaba el miedo. Yo no podía conocer si ese joven también sería maltratador, pero acepté y partimos…

— ¡Así…! ¡Tan fácil…!

— ¡No! ¡Tan difícil! No sabía realmente quién era. Solo le había oído decir que prometía respetarme. No es cierto eso de que se puede apreciar en la mirada y en el rostro de una persona si es y será buena o mala… ¡Los rostros engañan tanto…! Solo quería huir de quien ya sabía que era malo. De unas palizas cada vez más frecuentes y más duras. De su cara que a ratos era la de un ser humano medio arrepentido y que, de súbito se transformaba en el rostro de un monstruo. De unos golpes muy bien dados y muy mal recibidos… de una muerte posiblemente muy cercana.

—Entonces, ¿no es cierto que la raptó…?

—No. Mientras navegábamos yo calculaba: Menelao ya debe haber regresado… Ya habrá preguntado por mí… ¿Cuál sería la pobre persona que tuvo que responderle que no estaba? Ya debe haber usado su poder y su furia para averiguar cómo, por dónde y con quién había huido. Seguramente ya sabe en qué barco partí y no tendrá duda de hacia dónde nos dirigimos. Ya debe estar preparando su barco más veloz y escogiendo sus mejores marinos y sus más feroces guerreros para perseguirme…Ya mismo aparece en el horizonte…Y veía llena de terror el horizonte lejano del mar. Pero no nos persiguió. Creo que no le habría sido difícil capturarnos: nuestro barco era lento. No sabía del orgullo desmedido de los griegos. No conocía que los preparativos de muerte comenzaban…

— ¿Comenzaron en seguida los preparativos para la guerra?

—Por lo que sucedió después, por lo poco que se podía conocer a la distancia, diría que sí. Asimismo hasta las leyendas cuentan que no todos querían ir a pelear y a arriesgar sus vidas porque hubiese traicionado a Menelao. Y créame, traición no había, solo huida…

— ¿Fueron directo a Troya?

—Sí. Cuando llegamos a ella y vi sus murallas y entré, sentí algo de tranquilidad. Paris hasta ese momento había cumplido su promesa. Me respetaba. Trataba de conversar conmigo, pero era difícil. ¿Qué podía contarle? Antes de presentarme a su familia tuvo una conversación privada con su padre. Príamo era bueno. Comprendió el arrebato juvenil de su hijo de querer salvar a “la griega más hermosa de todas”, pero desde el comienzo temió la venganza. Él sí sabía del desmedido orgullo griego. El conocía que buscaban un pretexto para atacarle y ahora su hijo les había dado uno muy bueno. Me admitió en su casa, pero sin que casi nadie lo sepa ordenó a Héctor que comenzase a preparar la ciudad para un ataque casi seguro. Héctor empezó a recorrer las murallas en busca de puntos débiles. Reforzó las ya bien sólidas puertas con el pretexto de que estaban un poco viejas. No querían alarmar a la ciudad. Vivían tan tranquilos… El pensamiento más horrible que vive en mi mente es saber que les robé esa paz…

—Pero… ¿encontró el amor con Paris…?

—No sé si el amor, pero sí encontré ternura en él y cariño en su familia. Eso era más de lo que podía esperar. Poco a poco los fui conociendo a todos. Conociendo y apreciando. El mejor era Héctor. Me encantaba verle jugar con su hijo pequeñito. Él, un guerrero, tirado en el suelo con su hijo encima… riendo… Quería mostrarse alegre y despreocupado, pero… Príamo me llevaba a recorrer las murallas. Me contaba de su ciudad, de cómo había ido creciendo. De sus ilusiones.

Así pasaba el tiempo. No sé si fue poco o mucho, pero sí lo suficiente para que la esperanza de una vida normal comenzase a crecer dentro de mí como una planta pequeñita. Fue una mañana de sol cuando vimos que el horizonte empezaba a llenarse de velas. Unas velas que crecían y se multiplicaban. Velas y velas y velas que se acercaban… Hacia el mediodía ya pudimos ver los movimientos de los hombres en la cubierta, el movimiento de los remos… No hubo necesidad de verlos desembarcar para saber quiénes eran y a qué venían. Príamo ordenó que todos entrasen y se cerraran las puertas. Los veíamos desembarcar desde el muro. Yo le decía quiénes eran. Ese es Ayax… Ese, Aquiles… ese Agamenón… Venían todos. Venía hasta Ulises. Ulises que había sido mi amigo durante algunos años, ahora llegaba como todos, con sus barcos y sus guerreros, armados para matar. Cierto que prefirió acampar lo más lejos posible de las murallas. ¿Vienen entonces, todos? me preguntó Príamo… Todos y más, le dije. Hay barcos que no sé a quién pertenecen. Hay jefes que no sé quiénes son…

— ¿Eran tantos como se dice…?

—Eran sencillamente demasiados. Los buitres se habían reunido… por todo el trayecto habían esparcido las promesa de buenas recompensas… ¡Eran demasiados!

— ¿Por qué no intentaron negociar…?

— ¡Claro que intentamos…! Me ofrecí a regresar, sabiendo lo que me esperaba… Príamo les ofreció muchas cosas… No quisieron nada. Decían que la ofensa ya estaba hecha y que hay ofensas que solo se lavan con sangre… ¿Crees que la sangre borre algo…? ¿Por qué el orgullo herido de uno deben pagarlo tantos…? ¿Por qué, mi falta, si la tuve, tuvieron que sufrirla tantos niños troyanos quemados en el incendio… tantas madres? ¿Qué satisfacción pudo tener Menelao oyendo los gritos agónicos de jóvenes griegos y troyanos desangrándose en la playa…?

Solo se oía el viento de la tarde mientras la anciana Helena recordaba. El sol se retiraba lentamente y las nubes se pintaban con colores audaces.

—Príamo envejecía día a día. Sus hijos morían. Héctor me llamó una mañana y me dijo que iba a enfrentarse a Aquiles. Le rogué que no lo haga, que no podría ganarle. Me dijo que creía que sí, y que si lo hacía se ahorrarían muchas vidas, la guerra acabaría… ¿Y si no? le pregunté… Entonces, “cuñada”, así me dijo, entonces “cuñada”, corre donde Eneas que prepara la huida de unos pocos… huye con él… a dónde sea… no vuelvas con Menelao, solo serías otra muerta más innecesaria… Fue la última vez que lo vi. Ya estaba vestido con su armadura y con el casco que asustaba a su hijito… Busqué un lugar en el que creí que no oiría nada, pero los gritos eran horribles, atravesaban los muros y luego, el llanto… El llanto de toda la ciudad… El llanto que quería contener Príamo y el llanto enloquecido de Hécuba. Todo se acabó, hijita, oí que le decía, todo se acabó…

— ¿Lo del caballo…?

—No fueron diez años. No hubo caballo. Hubo traición… No sé quiénes les abrieron las puertas, pero seguro que no obtuvieron lo que les ofrecieron. Debieron morir como tantos troyanos: lanzados desde los muros, atravesados por las lanzas, despedazadas sus cabezas a pedradas, aplastados, ahorcados, quemados… No dejaron piedra sobre piedra… Creo que debí quedarme para morir con ellos… con los que me acogieron pese a todo, con los que me dieron amistad, con los que pelearon en esa defensa imposible… Debí morir con ellos, pero hui…

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