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Los Ojos de colección Por: Carlos Vásconez

Los Ojos de colección Por: Carlos Vásconez

El tuerto Alvarado tenía un ojo de vidrio. El auténtico

se le había destrozado en el entusiasmo del descorche

de una botella de vino. Tanto había sido su enardecimiento

que el alcornoque salió disparado como un

rayo contra su ojo.

Desde entonces portaba, como digno hombre

que sabe que todo ajuar es un disfraz, su colección de

ojos de vidrio en un estuche bermejo y aterciopelado,

que cualquiera confundiría con una caja de chocolates

o de habanos.

El primero que mostró a sus amigos, era un ojo

brillante y alegre. “Lo uso en mi cumpleaños –explicó–

y en los cocteles por motivos culturales. Pero

cuando bebo más de lo que se puede llamar lo idóneo,

tengo que cambiarme el ojo alegre por este otro,

que es un ojo borracho y desafocado. Al día siguiente,

en cuanto me levanto, me pongo un ojo inyectado de

sangre, ¿ven ustedes?”

De tal modo, les enseñó una colección nada

ortodoxa que había mandado elaborar en Londres a

un hombre que hacía muñecos de cera para museos.

Tenía ojos para todo, para ver la belleza de una mujer,

un ojo de vidrio tierno y hambriento, otro para

usar en su ataúd y hasta uno que parecería lagrimear.

Por fin enseñó el que los conmovería, uno de mujer.

–¿Y cómo sabe, Alvarado, que es uno de mujer?

–Porque cuando me lo probé, sentí un cosqui-

lleo al verle al Miguelito.

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