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Manera de llegar al fin Por: Carlos Vásconez

Manera de llegar al fin Por: Carlos Vásconez

 

 

Jena subió la escalinata con paso triunfal. Había dado a luz a las dos criaturas, y Dios fue bueno con ella al impedirle que sintiera dolor. Este dolor nuevo era hasta placentero. Ya no cargaba dentro ese bulto. “Si no me dolió parirlas, no me dolerá matarlas”. Todos sus ojos estaban en todas partes donde no estuvieran sus pequeñas. Veía la luz a través de la cual podía ver las paredes que tendría que evitar y el camino que debía seguir. Veía la oscuridad sin la cual no adquiría el arrojo para convertirlas en olvido, cosa que ya eran. Las cargaba a las dos en los brazos, que se debilitaban a intervalos para así mismo vigorizarse; mascullaba palabrotas, que, de no tenerlas a ellas, las habría dicho sin problema, encarando a la gente con la que se cruzaba. Sus dientes, ese teclado, traqueteaban y hacia dentro la lengua las llevaba, hablándole a su corazón. Dos hombres y una chiquilla que bajaba los escalones de a dos fueron las únicas almas que divisó en una escalinata interminable. La chiquilla se parecía a ella, si ella hubiese sido risueña, quince años antes. Por un acto reflejo, subió a zancadas que cubrían dos o hasta tres gradas. “Si tuve fuerzas para parirlas, las tendré para subir estas gradas”. La agotaron. Una de sus nenas empezó a sollozar. En una maniobra perfecta sacó un seno y la niña lactó. Eran sus criaturas; cuando le quisieron explicar el sexo calló con brusquedad al enfermero. “Los sin nombre no duelen”, se había convencido. “Lo que no tiene nombre, no existe”. Le bastaban esas verdades que alguna vez oyó, ¿del abuelo, padre del padre que nunca tuvo?

Jena no era su nombre, pero le gustaba. No lo decía como se lee. Lo decía inventándose un sonido cada vez. La j pasaba por sh, o por gh. Prefería sh, porque le sonaba a que silenciaba con su nombre. “Me llamo Shhh-ena”. Aunque a veces se estremecía por el parecido a la palabra hiena, un animal que solo vio en fotos y que sin embargo aprendió a aborrecer hasta el estremecimiento. Le estremecían sus cerdas, le estremecía su parecido con el animal. Le gustaba su nombre y por una debilidad, producto del frío de la noche, decidió repartírselos a sus criaturas. “Tú serás Sh, y tú Ena”.

Estaban enrolladas en una manta blanca. Una farola apagada las cubría con el manto nocturno. Las dejó en el último escalón. Se paró a ver hacia abajo. No era mucho lo subido. Bajar le parecía lo correcto. Las tomó con brusquedad, zarandeándolas.

En medio de la ciudad oscura, entrada la noche, Jena caminó tres cuartos de hora. Su paso era firme. No sabía qué lugar la esperaba pero sí sabía, en cambio, que el lugar desconocido al que iba les esperaba a sus criaturas. Ellas dormían todo el tiempo pero todo el tiempo daban la impresión de estar despiertas. Las uñas de los pies le molestaban al caminar. No se las había cortado en mucho tiempo, no llegaba a ellas por la panza protuberante. “¿Por qué no aborté?” Al rato se cansó y buscó un sitio para dormir. Halló una huerta y la huerta no estaba del todo mal. “A mi derecha, Sh; Ena a mi izquierda”, y las acomodó bajo sus axilas en lugar de una floritura histriónica. No durmió media hora y sus criaturas le reclamaron alimento. Les dio a cada una uno de sus senos, clepsidras de conteo regresivo. Sus senos eran grandes pero no sabían hacer leche. Ellas succionaron y el dolor se apoderó de Jena. Les permitió mamar un par de minutos y luego las retiró de un empujón. Algo había en Ena que le impedía ser tan brusca como con Sh. Le dejó unos segundos más y se durmieron las tres criaturas.

La despertó el sol muy alto. Había empujado a sus criaturas, a las que no extrañó sino cuando se dio cuenta de lo alto que estaba el sol. Había dormido en un huerto frutal. Comió lo que halló, alguna banana en buen estado y zanahorias que le quitó a la tierra. Reunió a las criaturas y se dio cuenta que eran mujeres. Ella sabía que ambas eran mujeres. Nadie tenía la necesidad de explicárselo, pero ella tampoco habría podido explicarle a nadie cómo lo sabía. Solo sabía. Y sabía que no se desprendería de ellas tan fácilmente. Debía hacerlo la noche anterior, y ya era de día.

Escuchó el relincho de unos caballos. Ya no estaba tan metida en la ciudad. Escuchó también la sirena de advertencia de un patrullero. Pensó que el mundo era débil y que por eso existían los sonidos, para cubrir mentalmente esas debilidades. El mundo era débil como ella lo era. Ni el mundo se había atrevido a matarla, ni ella podía hacerlo con sus criaturas.

Pensó: “Voy a darles nombres de verdad, de los que estén orgullosas al crecer”. No se le ocurrió ninguno, solo veía ante sus ojos cómo las letras se agolpaban.

Estaba sucia y las niñas necesitaban un colchón. Debía haber un albergue en algún lado. Preguntó a una señora y su esposo le contestó. Siguió las instrucciones y al llegar al albergue se sintió menos sucia. El lugar era asqueroso. No se permitiría entrar ahí con sus hijas. La pensión del gobierno le daba para un par de noches en un motel decente. Fue a un motel decente pensando en que a los hombres les agradan los moteles. Tal vez encontraría uno que la deseara a cambio de un par de billetes. Vio a sus hijas y olió sus entrepiernas. Las dos urgían de un cambio. En media calle, se las arregló para quitarles los pañales que le habían entregado en el hospital de beneficencia. El patrullero que rondaba la zona se detuvo a verla hacer. El policía nunca se quitó sus gafas oscuras. Se ofreció a llevarla a casa y ella solo respondió “Al motel”.

Se dejó poseer por ese oficial a cambio de nada, excepto del hecho de hacer el amor con un uniformado. No sintieron reparos cuando las niñas lloraban, pero él despreció la leche de sus senos que Jena le ofreció, juguetona. No sintió que sus criaturas abandonaron su cuerpo y ahora no sentía al cuerpo del agente adentro suyo.

Cuando el sujeto se fue, ella alimentó a las niñas, desnudas las tres, con el televisor encendido en un canal de porquería.

Para la noche, durmió entre ellas con tanto regocijo que le costó sentirse desdichada. Era desdichada. Le atormentaba la idea de haber cumplido el deseo de su madre. “Serás como yo”, le había jurado antes de morir, cuando Jena le reclamaba, no por sucesos vividos, sino por presentarle la muerte tan pronto. Su madre se refería a que su hija también moriría joven. Era una maldición familiar que otros llamaban soplos de corazón. Por eso la palabra corazón se la tenía prohibida.

Sus cálculos siempre fueron erróneos. El dinero de la pensión le alcanzó para una semana entera. ¿Cómo gastaba tanto sin percatarse? Ese mismo dinero, en la calle, no le duraba ni dos días. Y ahora comía.

Le pidió a la recepcionista información sobre niños perdidos. Quería saber si había niños perdidos en la zona. La mujer, robusta y malhumorada, le explicó que en la iglesia evangélica siempre estaban los niños sin padres.

Fueron allá. Golpeó la puerta. Le dijo al pastor: “Su padre es bueno. Yo soy la perdida. Si se las dejo, puede criarlas para que salven al mundo de gente como yo”. El pastor estaba casado con una mujer bastante estúpida, pero impositiva. Le explicó a Jena que las cosas no son así, que Jehová ordena el mundo de un modo que los hombres no pueden explicar. Jena comprendió que quien hablaba era esa mujer omnipresente. Pensó: “A este tipo le falta sexo. Las mujeres no amarramos a los hombres con el sexo sino con la falta de sexo. Cumplen con nuestros deseos pensando que al volver a casa babeando van a ser recompensados”.

“Quédate en la casa de atrás”. Es cómoda. “Mi mujer vendrá más tarde a atenderte, hermana”.

La casa era cómoda. Su mujer, cordial. Le preguntó por el nombre de las niñas mientras le preparaba la tinaja para su baño floral. Jena no respondió y la mujer respondió por ella: les quedarían muy bien Praga y París, como las dos ciudades más bellas del mundo. Jena se sorprendió de que le gustaran esos nombres. Ahora sí, no podía deshacerse de las niñas. Habían sido bautizadas en su primer baño, en una iglesia, como ella misma no lo fue.

La mujer del pastor se enterneció. Las besó en la frente. A las tres.

Jena se estaba acostumbrando a dormir bien. La sensación era arrasadora. Incluso sus sueños se hicieron manifiestos. Hacía años que no recordaba un sueño, porque acaso todos eran oscuros y desagradables, material de olvido. El caso es que los malos sueños se presentaron cuando los buenos ocupaban su mente distraída, como si fueran necesarios para generar un equilibrio. Lo entendió: antes no pensaba en sus sueños porque la realidad era suficiente para odiar el mundo. Sus criaturas le insuflaron a su vida la parte bella, lo que despertó a ciertas bestias disléxicas y grotescas, que tratan de desfigurar todo lo que no se les parece. Trabajó gratis, amamantó con amor y entrega; amor, esa palabra prohibida en las calles por ser falsa, le nacía del pecho, le salía del pecho. A veces temía que su suerte se acabara. A nadie podía durarle toda la vida, y esas niñas no tenían lo suficiente para traerle buena fortuna. Era solo un lapsus en el mundo. Pronto volverían los atropellos contra ella y sus criaturas. Pronto se darían cuenta que además de pobres eran mujeres. Tenían todo las tres para demostrar que el mundo está equivocado. Los tratos del pastor eran una exageración de la bondad. No podían ser de verdad. Los tratos de la mujer eran esquivos ante la realidad. No podían ser originales. Definitivamente se traían algo entre manos, así que obró una noche. Dicen que hay que hacer los sueños realidad. Antes de que la vida hiciera con ellas a su antojo, afiló un cuchillo. Lo desafiló luego en las dos gargantas.

 

 

Comments: 3

  • Anónimo

    enero 11, 2024

    Una historia cruel

  • Mercedes

    enero 4, 2024

    Gracias Carlos por formar parte de este proyecto, por mostrarnos la historia de Jena, un relato cargado de escenas que hacen que la imaginación llegue a tal punto de aterrorizarse al descubrir el final.

  • Karina López

    enero 3, 2024

    Ups, Jena me sorprendió. No esperaba ese final.

    Felicitaciones Carlos, el texto es magnífico y triste también.

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