Había sido una mañana magnífica. El mar Cantábrico, tantas veces una fiera infame que no se dejaba acariciar, había resultado un tierno cachorrito y nos había permitido pasar la mayor parte del tiempo metidos en el agua. Anabel, mi hermana pequeña, tan semejante a mí físicamente, pero tan distinta de carácter, había ido refunfuñando, ya que no le gustaba madrugar. Rafa, siempre conciliador, había logrado que se levantara de la cama para gozo de mamá y papá, que no hubieran sabido de qué manera afrontar esa pelea de nuevo.
Estuvimos jugando a las palas por turnos. El hecho de ser cinco hacía que mi padre siempre se librara, y evitara jugar con nosotros. Como siempre, Anabel y yo nos enzarzamos en una lucha encarnizada por ganar la partida. Nos queríamos mucho, a nuestro modo, pero a la vez éramos dos almas opuestas que siempre querían lo mismo. Me acuerdo de la mirada de reprobación de mamá, que hizo que al final la dejara ganar. Me tocó recoger las toallas, guardar las esterillas. Por suerte, las hamacas las llevamos entre todos al aparcamiento.
Había abierto la ventanilla del coche. Yo, la primogénita, había conseguido sacarse el carnet para orgullo de sus padres, y manejaba el auto con seguridad. Habíamos elegido el camino largo para volver, el que más curvas tenía, pero también el más bonito, que atravesaba un pinar. En el coche se mezclaba el olor a sudor y a salitre con el de la savia que rezumaba de aquellos árboles centenarios que habían conseguido sobrevivir a las talas masivas.
Miré por el espejo interior para observar el panorama. Anabel había caído rendida, apoyada en el hombro de mamá. Tenía los papos colorados por el sol, y las cejas tupidas cubiertas de sal. A su lado, mamá le atusaba el pelo con cariño y Rafa jugueteaba con la tablet. Se había puesto un pañuelo en la cabeza a modo de bucanero y tenía esa sonrisa tranquila que podía hacer surgir la tranquilidad en la peor de las tempestades.
Papá se había sentado, como siempre, en el asiento del copiloto. Leía el periódico ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor; creo que estaría por la sección de deportes en ese mismo momento. Recuerdo esa mañana de julio, ese viaje en coche, y me vuelve la sonrisa a la cara. Se me inunda el pecho con una sensación de sosiego y tranquilidad, como si ese instante se hubiese encapsulado en el tiempo. Recuerdo los olores, las caras, los sonidos.
Recuerdo el camión que apareció de repente frente a nosotros en una curva cerrada. Recuerdo perfectamente que era de color naranja, uno de esos camiones de obra que suelen llevar detrás tierra que se ha sacado del descarte de alguna excavación. Recuerdo que pegué un volantazo y por suerte el impacto sacudió únicamente el habitáculo del conductor, mi parte del coche.
Las siguientes imágenes permanecen borrosas en mi mente. Está presente en mi memoria el sabor de la sangre en mi boca, los gritos, el estruendo de las sirenas de la ambulancia… Pero prefiero quedarme con el olor del salitre en mi piel, con el sabor del mar Cantábrico en mi boca, con las aguadillas que Anabel me hizo intentando ahogarme.
Ahora Anabel empuja mi silla de ruedas. Papá y mamá juegan con el hijo de Rafa. Ellos continuaron su vida sin más consecuencias que algún rasguño. La Policía siempre dijo que fue un milagro. Y yo cierro los ojos y sigo conduciendo aquel coche, oyendo las risas, disfrutando del olor del mar en mi pelo.
Mercedes
Las letras hacen que la distancia no exista, desde España Enka se suma a este proyecto, gracias por tu importante aporte. La sensibilidad que tienes al escribir es mágica. Esperamos seguir leyéndote.
Caty Ordóñez
Qué bonito relato y triste a la vez. Sólo me queda la duda, si es verdad?
Miguel Ángel
Calor agridulce, tragedia y nostalgia, sentimientos a gorgotones, y el mar..siempre el mar.
Enka Rodríguez
Gracias Nora por tu bonita iniciativa y por contar conmigo para este proyecto, espero que os guste. A mí me gustó escribirlo.
Mercedes
Es un placer leerte querida amiga de letras, espero nuevos relatos pronto por favor.