

Los cuentos del fin del mundo El niño y el mar Por: Joaquín Moreno Aguilar
Dedicado a Greta Thumberg
— ¿Cuándo veremos el mar, papá?
—Ya falta poco, hijo. Ya falta poco— le respondió mientras le acariciaba la cabeza —Vuélvete a dormir.
Estaban allí, juntos, acostados en el suelo al pie de un árbol grande. Un poco más allá dormían los demás. Solo se oía el ruido del río cercano y el de las hojas de los árboles cuando les movía el viento. Las noches ya no eran tan frías como las pasadas en las alturas que dejaban atrás.
Siempre evitaban los caminos por miedo a otros grupos hambrientos. Desde hacía ya tiempo, un tiempo largo, les dominaba el miedo. Y el hambre…
Cuando la luna les permitía caminaban por la noche como sombras. Como sombras cansadas. Durante el día, casi sin separarse y escondiéndose, buscaban comida. La que fuera. Una fruta era un tesoro que compartían. Un animal muerto podía ser asado cuando lograban hacer fuego protegidos por las paredes de una cueva. Temían hacer humo: El humo se veía a la distancia.
Los mayores no recordaban ni cuándo ni cómo comenzó todo. Ya no era importante.
Primero disminuyeron las cosechas de frutas acosadas por plagas y falta de polinización. Pero se podía vivir sin ellas.
Las cosechas de arroz empezaron a disminuir año tras año. Los científicos probaban nuevas variedades, cultivaban transgénicos, experimentaban con pesticidas químicos, con pesticidas biológicos… Las cifras bajaban inexorablemente. Crecía el hambre.
El hambre no era un enemigo desconocido. Siempre estuvo presente por las injusticias de los hombres. Junto a la obesidad vivía la delgadez de muerte: esos niños con las barrigas hinchadas y los ojos salidos. Con esa mirada que ya no veía nada.
Las inmensas planicies fértiles productoras de maíz, trigo, cebada, lentamente, bajaban su producción.
Los países productores, China, Estados Unidos, Rusia, la India… dejaron de exportar alimentos básicos. Solo se exportaba la escasez.
El hambre se extendió por todas partes, por las llanuras africanas y por las alturas de los Andes.
Casi ningún país podía ya alimentar a sus habitantes. Empezaron migraciones descontroladas. Inmensos grupos humanos que avanzaban como plagas de langostas. En las orillas de los caminos quedaban los muertos. Se establecieron protecciones crecientes de lo poco que cada uno tenía.
Disminuía el consumo de cereales. Se incrementó el consumo de animales. Al principio fueron los caballos, los toros, los borregos, gallinas… En poco tiempo las principales especies consumidas no alcanzaron a reproducirse a las tasas necesarias. Desaparecieron especies enteras, una detrás de otra, arrasadas por el hambre del hombre.
Después ya no importó qué: perros, gatos, focas, tortugas, iguanas, aves, hormigas, cucarachas…
El hombre se alimentó del hombre.
Huían hacia el mar. El mar era su esperanza. Allí podrían pescar y alimentarse. La debilidad aumentaba. La esperanza se hacía cada día más pequeña, pero estaba allí, empujándoles en ese viaje sin regreso.
— ¿Cómo es el mar, papá? ¿Tiene bastante agua?
—Mucha agua, hijo. Muchísima agua. Y tiene olas que suenan, que se acercan grandes y furiosas, pero terminan rodando despacito en la arena.
Algunos habían caído ya y en donde caían les dejaban después de decir tan solo una oración y poner encima de sus cabezas muertas un poquito de tierra. No había fuerzas para más. Tan solo para continuar ese descenso hacia el mar, que parecía interminable.
En las tardes, cuando veía bajar al sol y mientras soplaba un viento tibio y cambiaban los colores, Marlon recordaba la película que vieron con Yamilé y que les hizo soñar con abrazarse junto al mar al menos una vez.
No eran recuerdos de momentos vividos, pero en su mente había el sonido de las olas en la playa, la sensación de la arena entre sus dedos. El viento tibio de la tarde. La huida del sol hacia la noche rodeado de colores. ¿Olía el mar?
—Hijo, cuando estemos junto al mar, verás como el sol baja cada vez más grande y más redondo. Verás nubes de todos los colores y oirás los ruidos de los pájaros.
¿Habría todavía pájaros? ¿Qué seguía existiendo en este mundo agonizante?
Ahora su Yamilé ya no estaba con ellos. Había muerto y ni siquiera pudo poner un puñado de tierra en su cabeza.
Tuvieron que correr todos, porque los otros tenían machetes.
Yamilé solo había querido coger unos guineos caídos que parecían no ser de nadie, cuando salieron detrás de unas matas en donde habían estado escondidos gritándoles:
— ¡Ladrones! ¡Esa es nuestra comida!
Yamilé no tuvo ni tiempo ni fuerzas para correr.
Oyeron sus gritos de agonía. Pocos.
Y los gritos sinsentido de sus asesinos.
Marlon corría arrastrando a Bryan que gritaba:
— ¡Y mi mami…! ¡Y mi mami!
Su Yamilé ya no estaba con ellos.
Abrió los ojos cuando sintió unos pasos sobre las hojas.
—Tenemos que seguir —le dijo Ramiro, que hacía de jefe del grupo — Creo que ya nos falta poco para llegar al terreno plano de la costa.
Aún no amanecía. No había cantos de pájaros. Solo un sonido suave de las hojas movidas por el viento. El cri-cri de los grillos que oyeron por la noche fue una bendición. Encontraron bastantes y pudieron recogerlos y comerlos. Alguien recordó que eran proteínas.
Los días en que se hablaba que para alimentarse de manera adecuada había que consumir proteínas, carbohidratos y algo más, tal vez nunca existieron. Los días anteriores a la escasez creciente solo eran un mal recuerdo.
Hubo que huir de las ciudades. Mientras más pobladas, mayores fueron las masacres para conseguir los últimos restos de pan, de arroz…
Grupos de personas cercaron grandes extensiones de tierras fértiles para autoabastecerse, pero el hambre y la desesperación vencieron todos los muros y defensas. Cayeron los muros y los alimentos que crecían protegidos alcanzaron para muy poquitos días.
¿Desde cuándo huían? ¿Desde dónde?
Sólo sabían que su destino era el mar. Una playa lo más desolada posible junto a un río, para vivir de la pesca.
Se levantó haciendo un esfuerzo.
—Levántate, hijito. Creo que hoy día llegaremos.
Bryan se despertó y se sentó. Se frotó sus ojos con sus manos.
—Tengo hambre, papá.
—Claro, hijo, come— y le dio unos grillos de los que habían cogido por la noche.
—Y esto, ¿qué es? —preguntó.
—Son proteínas, hijo. Proteínas.
—Y esas, ¿qué son?
—Unas cosas que te dan fuerzas para llegar hasta el mar.
— ¡Qué lindo!
Oyó como su hijo masticaba y supuso que su carita estaría feliz.
Ramiro regresó.
—Priscila ya no se ha levantado —le dijo— ¿Quieres rezarle algo?
— ¿Yo…?
— ¿Por qué no?
—Bueno.
Fueron hasta donde estaba el cuerpo de Priscila, un montoncito de huesos y pellejo que se amoldaba a los declives del terreno. Pedro puso un puñado de tierra en su cabeza. Marlon dijo:
—Fuiste buena. Ya debes estar con Dios. No sé desde cuándo te uniste a nosotros, pero fuiste buena. Le dabas a mi hijo un poquito de lo que te tocaba para comer. Tal vez por eso ya no pudiste más. Fuiste buena.
Volvieron a caminar. Eran ya pocos. Marlon, Ramiro, Bryan y una pareja de la que no sabían ni siquiera sus nombres de tan callados que viajaban. Caminaban dándose las manos. Apoyándose entre ellos. Compartiendo lo poco que encontraban.
El camino se hacía más plano. El río que corría a su derecha y les había dado de beber varios días cambiaba su sonido. Dejaba de caer en pequeñas cascadas blancas y empezaba a fluir casi sin sonido. Se hacía más ancho.
—Ya ves. Ya estamos en la costa. Solo tenemos que seguir el río y llegaremos al mar. No debe faltar mucho.
— ¿Buscamos un camino?
—No, creo. Sigamos lo más cerca que podamos por la orilla del río.
Bryan le tiraba de la manga.
— ¿Qué pasa, hijo?
— ¿El mar será más ancho que este río, papá?
—Claro, hijo. Imagínate que es un río con una sola orilla.
Era difícil seguir por la orilla del río. Había raíces enrevesadas, lodo, piedras verdes y resbaladizas. Hubiera sido más fácil tomar algún camino, pero en los caminos se hacían visibles y podían aparecer grupos desesperados y armados.
Cada vez había menos señales de otros hombres. Con frecuencia creciente solo encontraban cuerpos delgados pudriéndose al sol. Era una mala señal: ni siquiera habían aparecido aves carroñeras.
El río solo les daba agua. No había ni un pez. A veces encontraban restos de lo que había sido un cultivo de algo. ¿Banano? ¿Cacao?
— ¡Una caña! —dijo —¡Una caña…!
Y era eso: una caña de azúcar perdida entre los arbustos. Verde. Grande. Una caña.
—Busquen. Debe haber más.
Pero no había más. Era solo una caña con canutos más bien pequeños.
La sacaron de raíz. Cortaron algunos canutos los pelaron e hicieron pedazos que pudieran masticarse.
— ¡Qué rica que ha sido la caña, papá!
Y Marlon masticaba también la suya con lágrimas en los ojos porque en su mente flotó un recuerdo, muy viejo, casi borrado: él, muy niño, con una presencia amorosa a su lado, seguramente su madre, y una naranja amarilla en sus manos. Sorbía su jugo…Su hijo nunca conocería el sabor de muchas cosas.
Se echaron al sol. Valía la pena recostarse y saborear lentamente ese dulzor.
Por la tarde caminaron lentamente, siempre buscando alimentos. Siempre atentos a posibles peligros. Tenían esperanzas de que aparecieron más cañas. No estaban desesperados: tenían el agua del río, una bolsa con grillos y unos canutos de caña.
El sol se caía detrás de los árboles. Grande, rojo, amarillo.
—Ves, hijo. Eso es señal de que ya estamos cerca del mar.
— ¿Y qué hay para comer en el mar, papá?
— ¡Peces, hijito! ¡Muchísimos peces!
— ¿Y son ricos?
— ¡Claro! ¿Ya no te acuerdas de que cuando estuvimos en ese río flaquito, lleno de cascadas blancas, encontramos un pescadito que nos comimos sacándole los espinos?
—No me acuerdo, papá. Debo haber sido más chico.
La mañana siguiente los árboles comenzaron a ser más escasos y la tierra más seca.
Sin darse cuenta comenzaron a caminar un poco más rápido antes de que se les acabara la esperanza.
—Ya no avanzo, papá.
—Yo te cargo, hijo.
Y lo cargó con sus últimas fuerzas porque estaba seguro de que ahora, muy cerquita, estaba el mar.
Y allí estaba el mar.
Primero lo oyeron antes de verlo, porque llegaron de noche y la noche estaba oscura. Sintieron bajo sus pies la arena de la playa.
Caminaron mojándose en las olas que llegaban sin fuerza. Había una canoa.
Una canoa con una red vieja, unos remos y un bidón de plástico vacío.
Estaba amarrada a una piedra.
El esposo sin nombre habló:
—Tenemos que salir un poco adentro aprovechando que la marea está bajando. La piedra nos servirá de ancla. Echaremos las redes y dormiremos. Mañana será otro día.
—Además los dueños pueden estar cerca —dijo Ramiro.
Marlon recostó con mucho cuidado a su hijo dormido en el piso de la canoa. ¿Para qué despertarlo? Mañana podría no solo ver el mar, sino sentirlo.
Se recostó junto a su hijo.
—Perdónenme que no les ayude, pero me he cansado mucho trayendo a Bryan.
—No te preocupes —le respondieron.
Ramiro fue a llenar el bidón con el agua del río que habían abandonado hacía poco. Cargaron la piedra en la canoa, la empujaron rompiendo las olas, se subieron y remaron un poco.
—Es suficiente —dijo el esposo sin nombre— Dejemos que la marea nos lleve un poco hacia adentro. Descansen. Yo pondré las redes y echaré la piedra.
Durmieron más profundamente que en muchos días. Estaban seguros y tranquilos, lejos de posibles enemigos. Con las redes echadas. Mecidos por el movimiento del mar.
Cuando Marlon abrió los ojos vio que le rodeaban toda clase de plásticos: botellas transparentes y de colores. Recipientes que alguna vez estuvieron llenos de refrescos, de perfumes, de jabones, de aceites, de combustibles, de remedios. Bolsas de plástico negras, verdes…
Plástico. Por todos los lados hasta donde alcanzaba su vista. Y ni un sonido de un pájaro.
Acarició a su hijo que se movía débilmente. Casi no abría los ojos.
Bryan vio a su padre y le preguntó con una voz chiquita:
— ¿Ya llegamos al mar, papá?